Los tambores provocaban que las paredes retumbasen mientras, entre gritos, vítores y aplausos, los payasos aparecían en mitad de la arena del Circo de los Horrores. El Circo de los Horrores no es un circo normal, ni mucho menos: mitad circo de espectáculo, mitad circo romano. Las telas exteriores, rojas y amarillas, llamativas, acogedoras, escoden en su interior las entrañas, negras y burdeos, iluminadas con velas negras sobre candelabros metálicos oxidados.
Y un único foco, el foco que ilumina a los payasos. Grande, potente, cegador. Rojo sanguíneo. Payasos absolutamente dementes, pintados de manera oscura, tenebrosa, maquillados como demonios, con dientes puntiagudos, desgarradores. Aplaudían y saltaban, gritaban y se acercaban a los niños, gordos, orondo como toneles, que comían piruletas con formas de persona mientras los payasos elegían a uno como invitado especial para su espectáculo.
¿El afortunado? Tú.
¿Qué harán? Adivínalo mientras te muerdan y maten.
¿Una manera de evitarlo? Matándolos a ellos primero.
El egocentrismo no lleva a ninguna parte. La soberbia y el menosprecio no llevan a nada más que a crear una imagen propia que, con el tiempo, acabará destruyéndote. ¿Infravalorar a los demás? Demasiado bien visto. ¿Competir? Algo comprensible. Quien puede parecer que aporta poco puede sorprenderte para bien con un simple texto.
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