domingo, 13 de noviembre de 2011

The One That Got Away


Las manchas de pintura de colores rompían la monotonía del blanco marmóreo de las paredes entre las que se encontraba Lockterra, observando delicado los trazos, absolutamente incoherentes entre sí, que el joven pintor había dejado a lo largo de tantos días dedicado única y exclusivamente a dibujar un universo de locura en el cual él ni siquiera se atrevía a habitar. Pero Lockterra no podía evitarlo, estaba encerrado y la única ventana al mundo estaba cubierta por una pequeña pared de ladrillos grisáceos con una única nota en tiza que rezaba 'Borré tu tatuaje de mi mano, no quiero que seas parte de mí' sin firma alguna.

Sentado en el suelo, en el centro de la habitación, el silencio era su único compañero, ya que sus labios habían permanecido sellados desde el segundo que se había encerrado en aquella habitación, intentando evitar acordarse del pintor y de todo el mal que le había hecho dibujando una imagen completamente diferente de la que en realidad tenía de si mismo. Se abrazaba las piernas y lloraba viendo cómo todo aquello lo único que podía representar era el caos interno que el pintor había observado en su corazón mientras le abandonaba allí en la noche con los ojos vendados, intentando hacerle ver que era un regalo.

El pintor se había marchado, debía marcharse. Y aquello supuestamente debería haberle bastado a Lockterra para esbozar una ínfima sonrisa. Sin embargo, él no debía haberle abandonado. Ni siquiera debía haberle encontrado. Ahora él estaba allí, tirado entre los colores, desnudo ante un mundo que no podía verle. 

Se levantó y rozó con la punta de los dedos la tiza blanca, haciendo un borrón que hizo ilegible la palabra tatuaje. Era estúpida la sensación, como todo, pero aquello le reconfortó. Rozó con sus dedos el resto de la frase y lo único que dejó fue quiero antes de cerrar los ojos, sonreír y pensar en todo lo que había pasado. Había sido, quizás, un acierto que todo aquello sucediese para darse cuenta que no necesitaba al pintor en su vida. Así lo entendió y empujó del ladrillo donde aquella palabra residía, para darse cuenta que la luz del sol se filtraba poco a poco y varios pares de ojos, curiosos, surgían para ver quién había allí dentro.

Porque, quizás sin saberlo, y aunque el pintor debía marcharse, el que debía irse de allí era él.


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