viernes, 19 de agosto de 2011

Algodón de azúcar

Rocé con mis labios la punta de mis dedos, pegajosos y brillantes, y los besé, notando con el leve roce y el aroma acaramelado del azúcar que se había quedado prendado de ellos. Introduje levemente la punta de los mismos en mi boca y, con la lengua, noté los cristalitos minúsculos despertando en mi interior y endulzando un poco aquel momento en el cual, con una pequeña taza de té, miraba hacia la Gran Casa, tan imponente, donde ya no me atrevía a entrar.

Nubes de Algodón de Azúcar

Bajé por la pequeña escalera colgante prendida de la Casa del Árbol y me tumbé en la hierba fresca del jardín. Era el atardecer, y el sol teñía con delicadeza las nubes a su alrededor en el firmamento de un tono rosáceo, como si fuesen grandes nubes de algodón de azúcar que estaban en el tejado del mundo, la cúpula celeste que, en momentos como aquel, hacían que mi mundo se convirtiera en un gran lienzo en blanco sobre el cual dibujar.

Miré atrás cómo los castores de peluche reconstruían el estanque como podían, dejando cierto espacio para que el río fluyese de manera agradable y rodease la Gran Casa para que no pasase lo de la vez anterior, que el torrente impactase directamente en mí. Los pájaros de madera, sentados en las ramas del árbol, me contemplaban, curiosos, mientras tomaba una baya del bolsillo del pantalón y la introducía en mi boca…

Y entonces lo pensé nada más ver el gran Cerezo que se perdía en el cielo.

¿A qué huelen las nubes?
¿A qué sabrán?

Rocé de nuevo mis dedos contra mis labios y saboreé los pequeños cristalitos de azúcar. Miré hacia la Casa del Árbol y vi las tiras de la mochila colgando por uno de los huequecitos antes de desviar de nuevo mi mirada hacia el Cerezo que se perdía en el cielo.

Yo lo iba a descubrir.

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