viernes, 19 de agosto de 2011

Hogwarts

Hace diez años ya cayó entre mis dedos un libro, de tapa amarilla y con la imagen de un chico con capa roja volando sobre una escoba. Hace diez años, en Navidad, aquel libro no iba dirigido a mí: una pequeña pegatina, escrita por Papá Noel, indicaba que aquel tomo, no demasiado grueso, estaba predestinado a caer en las manos de una joven chica de ojos azules y sonrisa perenne.

Sin embargo, la cicatriz en forma de rayo en la frente y las gafas tras las que se escondían unos ojos verdes del chico, que me miraban fijamente, llamaron mi atención con mis escasos 8 años… ¿o eran 7? No lo sé. Eran unos ojos verdes que atrajeron mi curiosidad y me hicieron robar de una de las estanterías, aquella misma Navidad, del cuarto de mi hermana el libro que ni tan siquiera había sido abierto. Olía a página de libro nuevo al abrirse, a vida entre palabras y letras, pero sobretodo… olía a magia.

Devoré cada una de las palabras del libro con voracidad y gula, durmiéndome a las tantas para saciar mi sed de curiosidad por lo que le pasaba al chico que acababa de descubrir todo un mundo ante él. Un mundo donde podías no saber nada y, de la noche a la mañana, ser reconocido por centenares de personas pasando por una única calle diagonal llena de tiendas donde comprar varitas, escobas o libros con hechizos e historias increíbles.

Crecí con Harry Potter, tal y como millones de niños, y no tan niños, han hecho desde que apareció en 1997 el pequeño y tímido Harry, que dormía en la alacena bajo la escalera y malvivía junto a los Dursley. Hemos descubierto parte del mundo mágico con él, cómo su nombre puede ser reconocido por magos de diversos países, siendo tanto admirado como repudiado, y cómo Quien-no-debe-ser-nombrado había cometido tantos crímenes en su vida, sobretodo sobre sí mismo, que no merecía ser ni un fantasma.

Creo que no soy el único que soñó y deseó todos los días escuchar el ulular de una lechuza en su cuarto por la mañana con un sobre sellado con cera roja y su nombre: Miguel Campos, primer cuarto a la izquierda del pasillo rezaría el mío. Así como tampoco habré sido el único que habrá escrito su nombre, seguido de Potter, y habrá escrito una ”historia nueva” siguiendo palabra por palabra el mágico y maravilloso mundo creado por J.K. Rowling.

Pero, desde entonces, han pasado ya diez años como una única etapa que, finalmente, ha concluido hoy con la última película de la saga cinematográfica surgida a raíz de los libros. Realmente no concluye, sino que hace un punto y aparte, esperando que algún día todo esto continúe, ya sea en la conocida Pottermore o en mi interior, pero sí que es el punto de algo.

Hoy he llorado, tras largos días esperando poder ver la película y reunir algo de dinero para ir con mi hermana y mi madre y terminar nuestra tradición de ver todas las películas juntos, mientras contemplaba cómo se iba acabando la historia en película que desde pequeño he visto crecer. Viendo cómo Severus Snape, ese cruel profesor de pociones en la Escuela Hogwarts, amaba y lloraba amargamente. Y yo lloraba también, porque todo esto es parte de mi vida.

Guardaré la saga de libros, las películas, mi ajedrez mágico, las varitas, los libros de cromos, el giratiempos… Los guardaré en una caja de madera, un baúl, del cual no se puedan perder nunca y pasarán a mis hijos, o a mis sobrinos, o a quien quiera leerlos, para que puedan seguir disfrutando de la saga que, un día de 2001, me hizo descubrir que puede que no vaya a ser el mejor escritor del mundo, pero que mi vida tiene un sentido entre las páginas de historias tan mágicas como ésta.

Se dice Leviosa, no Leviosá;
Heras.

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